jueves, 29 de abril de 2010

Quinto HORACIO Flaco






Odas (Carmina)


I,4

Retrocede el cruel invierno al regresar la primavera y el Favonio,
y los barcos se deslizan sobre troncos.
Ya no buscan la oveja ni el pastor el calor del refugio,
y la escarcha no tiñe los prados de blanco.

Ya Venus Citerea bajo la alta luna guía los coros
y en ronda, las Gracias y las Ninfas
con uno y otro pie golpean la tierra, mientras el ígneo Vulcano
visita las fraguas sudorosas de los cíclopes.

Ahora adorna tu brillante cabellera con el verde mirto
o con las flores que convida la tierra liberada.
Ahora a Fauno sacrifica, en los bosques de sagrada sombra,
ya prefiera una cordera o un cabrito.

Con pie imparcial golpea la pálida muerte en la morada
del pobre y del rey. ¡Oh, feliz Sestio!
Corta es la vida, y breve debe ser nuestra esperanza.
Ya la Noche y los inciertos Manes

te hundirán en el reino incorpóreo de Plutón,
donde no sortearás con dados el trono del banquete,
ni admirarás al tierno Lícidas, por quien hoy arden los jóvenes,
y por quien pronto arderán las vírgenes.



I,8

Lidia, por todos los dioses te suplico:
¿por qué te empeñas en amar a Síbaris,
si lo corrompes? ¿Por qué de pronto odia
el sol y el polvo del campo de Marte?

¿Por qué ya no cabalga con sus camaradas,
ni gobierna con filoso freno
la boca de un caballo galo?
¿Por qué teme tocar el rojo Tíber?

¿Por qué el óleo de la lucha le repugna
más que la sangre viperina, y el que era diestro
en arrojar el disco y el venablo
ya no luce magullones en los brazos?

¿Por qué se esconde, como el hijo de la nereida Tetis,
antes del aciago funeral troyano,
temiendo que su viril figura lo arrastrara
contra las huestes licias y la muerte?



I,9

¿No ves el Soracte encanecido
por la espesa nieve, y los bosques
agobiados por su carga, y los ríos
detenidos por el punzante hielo?

Disipa el frío, oh Taliarco, alimentando
el fuego con crujientes leños,
y escancia de un ánfora sabina
con generosidad un vino añejo.
Deja el resto en manos de los dioses,
que aplacando la furia de los vientos
sobre el férvido mar, las ramas aquietaron
de los añosos olmos y cipreses.

Evita preguntar por el mañana.
Todo sol que la Fortuna te regale
ponlo en tu haber. Ya que eres joven,
no rechaces los amores ni las danzas,

mientras la vejez lejana no te pinte
canas en el pelo. Busca ahora
en el Campo de Marte los paseos nocturnos
y las palabras que se susurran en la cita.

Busca ahora la risa deliciosa de la niña,
que la delata oculta en el rincón secreto;
ahora, la prenda robada de los brazos
o del dedo que finge resistencia.



I,11

No te hace falta —eres joven—
ni te está permitido —es sacrilegio—
explorar la frontera en que los dioses
detendrán, Leucónoe, tus días y los míos;
no consultes los cálculos babilonios.

Cuánto mejor afrontar lo que suceda,
ya si Júpiter te concedió muchos inviernos,
o sólo éste, en que el férvido Tirreno
desgasta la escollera.

Sé sabia, saborea los vinos
y ajusta tu esperanza desmedida
a la copa de la vida, que es pequeña.
Aun mientras hablamos, el tiempo huye celoso.
Cosecha el día, incierto es el mañana.


I,18

No plantes, Varo, ningún árbol
antes que la sacra vid,
en torno a los muros de Catilo
y en los campos fértiles de Tíbur.

Pues el dios envía a los abstemios
de una pena a otra sin descanso:
no hay otro modo de poner en fuga
la inquietud que el ánimo corroe.

¿Quién recuerda cuando bebe la pobreza
o el rigor de la vida militar?
¿Quién no prefiere, padre Baco,
hablar de ti y de la graciosa Venus?

Pero que nadie olvide la mesura
cuando Líber lo obsequia con sus dones,
como enseñan lapitas y centauros
en la boda ensangrentada por el vino;

como enseña el mismo Evio,
que no es indulgente con los tracios
cuando una sed insaciable les impide
distinguir lo nefando de lo lícito.

Yo nunca, brillante Basareo,
blandiré el tirso sin tu venia,
ni expondré a las miradas los emblemas
que en el culto la espesa fronda esconde.

Refrena la música salvaje
del tímpano y del cuerno berecintio,
pues al compás de ella se encolumnan
el ciego Amor de sí, la Vanagloria,

que alza soberbia su cabeza vacía,
y la Indiscreción, tan generosa
cuando se trata de revelar secretos,
más traslúcida que el vidrio.

I,24

¿Qué lugar tendría la templanza
al perderse una vida tan preciada?
Cantos lúgubres enséñame, Melpómene,
con tu voz límpida y la cítara paterna.

¿Un sueño eterno oprime ya a Quintilio?
¿Quién podrá haber que se le iguale
en justicia y lealtad incorruptible,
en pundonor y culto a la verdad?

Muchos hombres buenos lo han llorado,
mas tú, Virgilio, lo lloras más que nadie.
En vano, oh piadoso, reclamas a los dioses
el amigo que así no les confiaste.

¿Mas si acaso cautivaras con tu lira
a los árboles aún más que el mismo Orfeo,
volvería a correr sangre en esa sombra?
Cerrando las puertas del destino,

Mercurio, con nefasto caduceo,
ya la arrea hacia el lúgubre rebaño.
Cruel: mas la paciencia alivia
el pesar que divina ley impone.



I,37

Ahora sí, amigos, a beber y a bailar
golpeando la tierra con los pies.
Ahora sí adornemos los altares
para banquetes dignos de los salios.

Sacrilegio era sacar de las bodegas
el vino añejo, mientras una reina
buscaba la ruina demencial
del Capitolio, y las exequias del Imperio,

capitana de un rebaño de varones
corrompidos por un mal infamante,
ciega para ver lo inevitable,
embriagada por la dulce fortuna.

Pero el fuego, que le dejó una sola nave,
congeló su furor, y a sensatos temores
el César redujo aquella mente
ofuscada por el vino egipcio.

Como el gavilán a la tímida paloma
o el veloz cazador a la liebre,
sin dar tregua a los remos persiguió
a la que huía volando desde Italia,

para encadenar a ese monstruo del destino.
Pero ella quiso morir más noblemente
y no temió, siendo mujer, la espada,
ni se refugió en puertos secretos,

sino que se atrevió a mirar de frente
la ruina de su corte, y a abrazar
las ásperas serpientes, empapando
su blanco cuerpo con veneno negro,

muerte aún más audaz por ser buscada.
Y así evitó que la arrastraran,
destronada mujer de noble sangre,
crueles veleros al soberbio triunfo.



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